Mientras usted lee esto hay una bolsa de plástico volando en la calle. Se enganchará en la valla de un solar de las afueras y allí empezará a desintegrarse. La lluvia, el sol y el mismo viento que la trajo hasta allí la desmembrarán despacio, soltando del cuerpo original fragmentos más pequeños que repetirán el proceso de rotura, desplazamiento y asentamiento hasta escalas nanoscópicas. En el inframundo de lo molecular, el polietileno de baja intensidad que compone las bolsas de supermercado conserva todas sus propiedades visibles: es casi indestructible y se adapta a todo, lo mismo se asocia con metales pesados que se cohesiona con otras partículas tóxicas que lleva lejos de su origen, integrado en el polvo y en fenómenos atmosféricos. El microplástico viaja sin fronteras hasta santuarios de la naturaleza, porque este material inventado por el hombre se mueve al revés que una bola de nieve, deshaciéndose a medida que avanza hasta alojarse, con consecuencias todavía desconocidas, en el entorno y en el organismo de los animales. Por supuesto, en el nuestro también.
Estudios recientes han encontrado restos plásticos de todos los tamaños en el estómago de cachalotes, tortugas, peces y mejillones. Hay evidencias de que sus partículas llegan a regiones inhóspitas de los Pirineos, los Alpes, del mismísimo círculo polar ártico.
Universidades y organismos han descubierto que la contaminación plástica atraviesa nuestro cuerpo: la OMS halló partículas en el agua embotellada y del grifo y una estudiante de doctorado de la Universidad de Alicante comprobó que, como ocurre en Asia y en otros lugares, entre los cristales de la sal ‘made in Spain’ que alegra nuestras comidas hay también fragmentos de tereftalato de polietileno y polipropileno.
Sabemos desde hace relativamente poco que cada semana ingerimos a través de los alimentos una cantidad de partículas plásticas equivalentes al peso de una tarjeta de crédito.
Mientras autoridades transnacionales como la OMS o la UE hacen llamadas a investigar urgentemente el efecto de los microplásticos en la salud y el entorno, parte de la comunidad científica sigue estudiando cómo se propagan las partículas, una especialización nueva pero imprescindible para comprender la polución plástica. Así se ha convertido este material aliado en la vida cotidiana en una inquietante amenaza microscópica y global.
En la superficie terrestre
En 2020 entrarán en el mercado global 500 millones de toneladas nuevas de este material, en su mayoría polietileno (botellas de bebidas), poliéster (ropa) y PVC (botes de champú). Son envases, cierres y filtros como los de Coca-Cola, Nestlé, Pepsico, Mondelez, Unilever, Mars, Procter&Gamble, Colgate-Palmolive, Philip Morris y Perfetti Van Melle; las diez empresas que más contaminan según Greenpeace. La cifra es una palada más para el montón de 8.300 millones de toneladas de plástico que se han producido en el mundo desde que se inventó este material sintético, según un trabajo publicado en 2017 en Sciences Advances.
Su destino más frecuente es el vertedero: el 79% se entierra, el 12% se incinera y sólo el 9% se recicla, como recoge el citado estudio. «El residuo plástico, formado por el de un solo uso, el industrial y muchos otros, con frecuencia no llega al sistema de recogida de basuras y es rechazado o se pierde en el entorno», afirman Steve Allen y Deonie Allen, investigadores de la Universidad Strathclyde de Glasgow y autores del trabajo que confirma concentraciones de más de 300 microplásticos por metro cuadrado y día en un área virgen del pirineo francés.
«El material se rompe en pedazos más pequeños por la acción de fuerzas mecánicas y químicas: viento, ambientes salinos o radiación ultravioleta, hasta convertirse en lo que llamamos microplásticos», explican por correo electrónico. Los que se generan así se conocen como secundarios, mientras que los microplásticos primarios son los que se sintetizan originalmente con ese tamaño, como ocurre con esferas exfoliantes o abrasivas y otros productos domésticos e industriales.
Steve Allen sostiene que estos hallazgos confirman que los microplásticos «pueden desplazarse en largas distancias» y que este transporte atmosférico «es dinámico». La hipótesis de su estudio relaciona la aparición de partículas con lluvias y nevadas, teoría que se confirma al hallar una «correlación entre moderada y severa» entre ellas. «Hay que investigar más para saber cuánto pueden viajar las partículas; con qué facilidad son arrastradas y transportadas por el viento, la nieve, la lluvia y la convección y dónde tiene más posibilidades de acabar», sostiene el ingeniero y autor principal del trabajo.
Un estudio calcula que desde que se inventó este material se han fabricado 8.300 millones de toneladas en todo el mundo
Se sabe que el microplástico y el nanoplástico (según la escala de observación) se mueven, pero no de dónde vienen ni cuántos años tienen. Quizá el polietileno pirenaico perteneciese al picnic de un esquiador de la pasada temporada o fuese parte de una bolsa de Galerías Preciados tirada al mar desde un crucero en los años 70. «A día de hoy no sabemos cómo medir la edad del microplástico ambiental, sólo tenemos indicios del desgaste atmosférico que ha sufrido», aclara.
Con los estudios en la mano, hay 6.557 millones de toneladas de plástico esperando a que el planeta las convierta en este polvo microscópico.
En el fondo del mar
«Inevitablemente, gran parte del plástico fabricado en tierra acaba en el medio acuático. Se estima que entre un 15 y un 40% acaba en el océano. Además, el 33% del que se fabrica cada año se diseña para tener un solo uso y se convierte en residuo en menos de 12 meses». Javier Bayo, investigador del departamento de Ingeniería Química y Ambiental de la Politécnica de Cartagena, ha estudiado la entrada de partículas al mar a través del gran filtro que separa la contaminación terrestre del mar: las depuradoras de aguas residuales urbanas.
En 2017 confirmó que una estación media como la que da servicio al área de Cartagena, de unos 200.000 habitantes, retiene más de un 90% de los microplásticos que llegan desde los edificios en forma de fragmentos, films, microesferas y fibras. Aunque Bayo cree que las depuradoras «realizan correctamente su trabajo», en su investigación pide no dejarse engañar por los porcentajes: el volumen que atraviesa la membrana y llega al mar transporta «3.800 millones de microplásticos al año».
De bolsa, tapón y envase a partícula contaminante
Los productos más comunes son los principales generadores de polución plástica terrestre y marítima.
Tanto Bayo como los investigadores escoceses insisten en que no se sabe con exactitud cómo afecta el plástico al organismo, pero remarcan que sus polímeros son conocidos por actuar como portadores de metales pesados o pesticidas, por lo que podemos estar «introduciendo estos tóxicos por inhalación o ingestión», explica Steve Allen.
La polución se perpetúa y no hay solución a la vista. Bayo remarca la necesidad de reducir el consumo mientras que el investigador escocés señala que el reciclaje hace al plástico menos resistente a la desaparición. También alerta de desinformación sobre los bioplásticos, ya que algunos de estos productos no solucionan el problema de la fragmentación. «Todo esto puede ayudar, pero controlar lo que ya está en el entorno es muy difícil», lamenta Allen. Es muy posible que esa bolsa enganchada a las afueras regrese algún día a su ciudad. Dentro de un pez, en un paquete de sal o en una botella de agua.
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